Después de describir la destrucción por fuego de la tierra, al final de la historia humana, Pedro planteó esta pregunta retórica: “¿Cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir?” (2 Pedro 3:11). Pedro mismo dio una respuesta breve a su pregunta: “Procurad con diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles” (versículo 14).
Cuando Pablo escribió sobre el mismo tema en otra parte de la Biblia, usó un lenguaje similar en tono, pero más extenso en contexto. “Porque la gracia de Dios se ha manifestado para salvación a todos los hombres, enseñándonos que, renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos, vivamos en este siglo sobria, justa y piadosamente, aguardando la esperanza bienaventurada y la manifestación gloriosa de nuestro gran Dios y Salvador Jesucristo, quien se dio a sí mismo por nosotros para redimirnos de toda iniquidad, y purificar para sí un pueblo propio, celoso de buenas obras” (Tito 2:11-14).
Es posible que estemos un poco confundidos por la compleja serie de frases que Pablo entrelaza en esta extensa oración, pero observa lo que dice. No cabe duda del significado de sus palabras. Probablemente, esta declaración magistral, es la descripción más completa que se encuentra en la Biblia acerca del modelo de Dios para su pueblo. De alguna manera, Pablo se las arregla para abordar la mayoría de las importantes doctrinas sobre el estilo de vida cristiano, que deberían caracterizar a la verdadera iglesia de hoy.
Observa detenidamente los principios admirablemente entrelazados en esos pocos versículos:
1. “Redimidos de toda iniquidad”
2. “Purificar para sí un pueblo peculiar”
3. “Celoso de buenas obras”
4. “Renunciando a la impiedad y a los deseos mundanos”
5. “Aguardando la bienaventurada esperanza”
En estas palabras se hallan las doctrinas de la verdadera santificación y la total victoria sobre “toda iniquidad”. Al igual que Pedro, el apóstol Pablo expresa con firmeza la posibilidad de ser sin mancha y sin culpa, pero también identifica al grupo vencedor, puesto de pie, en contraste con el resto que los rodean. Su celo por las “buenas obras” de obediencia los distingue como el pueblo especial de Dios.
Además, Pablo escribió que la gracia que trae salvación enseña a los creyentes santos a aguardar la bienaventurada esperanza de la venida de Cristo. Vivirán con la gozosa expectativa del pronto advenimiento de Jesús. Esta iglesia del fin del tiempo se separará del estilo de vida complaciente y carnal de la mayoría; y “renunciará a la impiedad y los deseos mundanos”. En esto, él nuevamente estaba en perfecta armonía con la preocupación de su compañero Pedro, que dijo: “cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de vivir”.
Cuán interesante es que estos dos compañeros cercanos a Jesús hicieran declaraciones enérgicas con respecto al hecho de ser distintos del mundo. Lamentablemente, su doctrina de autonegación y separación ha sido rechazada por la iglesia moderna, como una manifestación de legalismo. En respuesta a este concepto, trágicamente erróneo, la mayoría de los predicadores de hoy prefieren “blandos” mensajes de amor acerca de la justificación, el perdón y la aceptación; y evitan las referencias a la obediencia, la ley o el estilo de vida. Cualquier mención de las normas de comportamiento o conducta se rechaza al instante, por considerarse una crítica y una declaración carente de amor.
¿Ha sido siempre necesario que los hijos de Dios adopten posturas tan inflexibles en cuestiones sobre el bien y el mal? Consideremos la vida del gran personaje bíblico, Moisés. “Por la fe Moisés, hecho ya grande, rehusó llamarse hijo de la hija de Faraón, escogiendo antes ser maltratado con el pueblo de Dios, que gozar de los deleites temporales del pecado” (Hebreos 11:24, 25).
El contexto sugiere que se instaba a Moisés a tomar el camino fácil. Esto indica que existía otra alternativa, ya que tenía la opción de rechazarla. Debía elegir entre la riqueza y el placer, por un lado, o la aflicción por el otro. De seguro, toda la presión provenía de los que estaban en el lado equivocado. No hay dudas sobre la postura adoptada por sus jóvenes amigos de la corte con respecto a este asunto. Ciertamente, le presentaban las más tentadoras razones para que permaneciera en el palacio. Moisés era el futuro heredero del trono de Egipto. Nada estaba fuera de su alcance. Había música, bailes y hermosas princesas que competían por su atención.
No se debería pensar que fue fácil para Moisés darle la espalda a ese honor y posición real. Debe haberle parecido que el trono era el único camino hacia la popularidad, la riqueza y la fama eterna. No tenía manera de saber que lo contrario era verdad. Hoy en día, millones de personas en todo el mundo reconocen el nombre de Moisés, pero los nombres de los faraones han sido olvidados desde hace mucho tiempo. Visité la sala de las momias del museo de El Cairo, y vi los restos envueltos de algunos de los gobernantes más ilustres de Egipto. Leí nombres como Ahmose y Tutmose, que sonaban casi como Moisés, pero su nombre no estaba en ninguno de los elaborados ataúdes de piedra. Moisés no es una momia. Está en el cielo en este momento, disfrutando del “galardón” que consideró como “mayor riqueza que los tesoros de los egipcios”. Según Judas 9, se le concedió una resurrección especial, que representa las primicias de los que serán resucitados para encontrarse con el Señor en el día postrero. Para cada uno de nosotros, Moisés es un ejemplo del poder de un “No Positivo”. ¡Él se rehusó!
La mayoría hemos leído la historia bíblica de José y sus increíbles experiencias, primero como esclavo y luego como primer ministro de Egipto. Pero fue la esclavitud la que le dio un giro total a su vida, en dirección opuesta. La esposa de Potifar se sintió atraída físicamente por el apuesto y afable José; e inició un plan de acoso sexual para hacerlo cometer adulterio. Día tras día buscaba seducirlo con sus encantos. Probablemente ningún joven se haya enfrentado jamás a una prueba emocional tan severa como la de José, ya que afrontaba constantemente las seductoras artimañas de su hermosa ama. Como joven vigoroso, José sentía deseos físicos tan fuertes como cualquier joven de hoy. Estoy seguro que Satanás adornó con todo atractivo y glamour imaginables, cada lugar y momento de tentación.
¿Cómo lidiaba José con el acoso diario? No se nos dice nada sobre sus pensamientos o sentimientos, pero sí tenemos el relato de sus acciones. “Aconteció después de esto, que la mujer de su amo puso sus ojos en José, y dijo: Duerme conmigo. Y él no quiso” (Génesis 39:7, 8). ¡Qué testimonio! Él dijo: “No, no pecaré contra mi Dios”. Como Moisés, José asumió una postura inamovible con respecto a ceder al pecado. Incluso cuando la intrigante seductora trató de atraerlo a la fuerza, José dejó su ropa en las manos de ella, y huyó (versículo 12).
Hoy en día, son pocos los jóvenes que tienen la misma relación con Dios que tuvo José. Las excesivas complacencias han facilitado el ceder a sus impulsos, en lugar de vivir por principios. La televisión ha jugado un papel importante al popularizar la perversión y crear una actitud de tolerancia hacia el comportamiento promiscuo. En lugar de aprender a reprimir y controlar sus impulsos sexuales, la gran mayoría de jóvenes está aprendiendo a satisfacerlos libremente. El resultado ha sido una generación que ha crecido con pocas restricciones contra la fornicación. En efecto, la mayoría no entiende que Dios la llama abominación.
Nadie que viva en el mundo actual puede escapar a los efectos nocivos que ha generado semejante estado de anarquía moral. Estamos inmersos en eso, desde el amanecer hasta el anochecer, y nuestra única protección es tener la mente de Cristo. La naturaleza del hombre caído es ser carnal y vivir según la carne. De hecho, la carne no necesita estímulo en su curso natural de auto-gratificación y pecado. Aun así, la carne se ve estimulada e incitada por la desenfrenada publicidad de toda forma de impureza sexual.
Consideremos las circunstancias bajo las que el cristiano puede demandar protección del bombardeo diario en medio de toda la corrupción, y permanecer puro. En pocas palabras, esto solo ocurre mediante el esfuerzo consagrado de la mente y voluntad transformadas. La victoria sobre el pecado, viable solo a través de Cristo, supone un trabajo de cooperación entre lo humano y lo divino. Solo cuando reconozcamos los principios que involucran nuestro rol humano en la santificación, demandaremos el poder liberador de Dios. La santidad no es una actitud pasiva, en la que nos relajamos y permitimos que Dios nos separe del pecado.
Esto nos regresa nuevamente al poder de un “No Positivo”. El mandamiento de Dios es muy claro: “Sed santos” (1 Pedro 1:16). No significa que podemos purificarnos con solo el esfuerzo humano, ni que Dios lo hará todo sin nuestra colaboración. Nunca hará por nosotros lo que, a través del poder y la capacidad que nos ha dado, podemos hacer por nosotros mismos. Aunque la posibilidad de la victoria depende únicamente de Dios, la responsabilidad del triunfo depende de nosotros. Aprendimos que Dios no tomó a José y lo alejó de la presencia de la Sra. Potifar; José tuvo que tomar la decisión y actuar. Indudablemente, Dios le reveló lo que tenía que hacer, y de seguro los ángeles estaban allí para ayudarlo a escapar, pero José tuvo que alejarse del pecado antes que la intervención divina actuase.
Otro principio importante es que nadie puede seguir a Cristo sin negarse a sí mismo. Jesús magnificó esta ley espiritual cuando dijo: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, y tome su cruz, y sígame” (Mateo 16:24). En la raíz de todo pecado humano yace la disposición innata a complacer la propia naturaleza. Nos referimos a ella como la naturaleza caída, inferior o pecaminosa. No tiene que ver con la culpa personal o condenación; pero sin la poderosa presencia del Espíritu Santo, esa inclinación genética ejercerá una dominante influencia sobre la mente y el cuerpo. La naturaleza caída siempre será seducida por los atractivos de las fuerzas físicas externas. Es por eso que nunca estamos a salvo cuando basamos nuestras elecciones de estilo de vida en emociones afectivas. Durante 6,000 años el diablo ha utilizado las percepciones sensoriales para atacar el alma con la tentación.
Si echamos una mirada atrás en la historia, y a la Biblia, encontramos el mismo principio en juego. Satanás ha utilizado invariablemente los cinco sentidos para hacer pecar al ser humano. El único acceso que el maligno tiene a nuestra mente es a través de la vista, oído, olfato, tacto o gusto. Dado que Dios ha creado el cerebro para adaptarse automáticamente a todo lo que entra por las vías externas, es aquí donde el diablo concentra sus más fuertes ataques. Satanás no puede entrar por la fuerza a través de los sentidos; de modo que presenta sus más poderosos encantos mediante la vista, el oído, etc., en un esfuerzo por asegurarse acceso a nuestra mente.
¿Cuál es el secreto, entonces, para mantener una mente pura mientras se está rodeado de escenas de maldad y sonidos seductores? Solo hay una respuesta. Debemos aceptar a Cristo completamente en nuestras vidas, de manera que su Espíritu controle todas las acciones de la voluntad. “Haya, pues, en vosotros este sentir que hubo también en Cristo Jesús” (Filipenses 2:5). Con la fuerza de ese poder imperante, cada una de las cinco avenidas puede impedir el acceso a los encantos del enemigo. Se da poder al sentido de la vista para apartar la mirada del pecado; el sentido del oído puede dejar de prestar atención a la maldad; y toda facultad de la mente y el cuerpo es sometida a la voluntad divina—la cual se ha fusionado con la voluntad humana. Esta es la única manera de tener la mente y los pensamientos de Cristo.
Es evidente que la lucha entre el bien y el mal tiene lugar en el ámbito de la mente. En efecto, el gran conflicto entre Cristo y Satanás no se libra en un espacio sideral distante, sino en los confines del cerebro humano. Es la voluntad, con su libre albedrío, la que determina la dirección y el destino de cada individuo. Esta es la verdad que debe presentarse sin ambigüedades a todo joven, adulto y niño. Si todos entendiesen el papel fundamental que juega la elección personal, y las consecuencias de tomar decisiones equivocadas, millones de almas podrían pasar de la oscuridad a la luz.
Hay motivos fundados que sustentan las advertencias de Pedro, Pablo y de todos los demás escritores de la Biblia, “Salid de en medio de ellos, y apartaos, dice el Señor” (2 Corintios 6:17). Esta es otra de las leyes sobre el crecimiento espiritual. No podemos, de forma imprudente, mezclarnos con lo impuro y permanecer puros. No podemos entretener pensamientos impíos y seguir siendo santos. Hasta las actividades que sin querer nos conducen por la senda del pecado, deben evitarse. Si cierto lugar o personas representan una tentación difícil de resistir, ese es el momento de ejercer el poder de un “No Positivo”. Como José y Moisés, podemos rehusarnos a hacer lo que ofendería a nuestro amante Dios. Debilitamos nuestras defensas cuando nos quedamos merodeando en la esfera de la tentación, y cuando nuestras fuerzas se desvanecen, el enemigo prevalece.
Inmediatamente después de describir la culpa de una mirada adúltera, Jesús pronunció estas significativas palabras: “Por tanto, si tu ojo derecho te es ocasión de caer, sácalo, y échalo de ti; pues mejor te es que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea echado al infierno” (Mateo 5:29). ¿Qué quiso decir el Maestro con esa drástica declaración? ¿Estaba recomendando la mutilación del cuerpo? No, en absoluto. No se refería en forma literal al ojo. Más bien hablaba de aquello en lo que se enfoca la vista, lo que mira. Si nos sorprendemos mirando una escena que abre la puerta a la tentación, Jesús ordena que la desechemos, aunque resulte tan doloroso como cortar el ojo con un cuchillo filoso.
Estas palabras del Hijo de Dios con toda certeza indican que será un verdadero reto apartar la mirada de las seductoras imágenes ideadas para destruirnos. Pero el más urgente mensaje del Sermón del Monte fue la impactante declaración de que ¡podemos ser arrojados al infierno tan solo por mirar las imágenes equivocadas! Hoy en día, este concepto es ridiculizado por la teología moderna que descarta todos los estándares relacionados con el estilo de vida, por considerarlos obras legalistas de la carne. Grande será el remordimiento para aquellos que no disciernen entre las obras de la ley, hechas para ganar la salvación y las buenas obras de obediencia, producto de un corazón lleno de amor.
Alguien podría argumentar que no es posible evitar las ofensas visuales a las que se refirió nuestro Señor. Entonces, ¿Significa esto que somos culpables por contemplar lo malo que destella ante nuestra vista cuando caminamos por la calle? En realidad, no. Debemos distinguir entre una ojeada momentánea y repentina de algo incorrecto, que entra sin ser invitado a nuestro campo de visión; y mirar con intención escenas que alimentan fantasías carnales. Esta segunda mirada deliberada, es la que a menudo se convierte en una violación mental de la voluntad que manifiesta Dios. La progresión ascendente del pecado va de una mirada intencionada, a un pensamiento acariciado para convertirse, finalmente, en un acto de pecado consumado.
¿No es esta la historia de tantos divorcios y segundos matrimonios, incluso entre las congregaciones más conservadoras? Son muchos los que no desechan el primer pensamiento de pecado. Continúan buscando y alimentando ese deseo ilícito, hasta que su pareja se vuelve menos deseable que la otra persona. Las emociones se salen de control, y el resultado son vidas arruinadas. Otra vez, hay una tendencia a no reconocer que somos los responsables de cerrar la puerta a esas escenas seductoras.
No podemos resistir a un enemigo que admiramos en secreto, y cuanto más contemplamos el pecado, más atractivo se vuelve. David es un perfecto ejemplo de esa ley de la mente. Un día vio a su hermosa vecina bañándose en la azotea. Aunque era un hombre fuerte y de carácter noble, se convirtió en un títere de arcilla en las manos de Satanás, porque continuó comtemplando lo que Dios había prohibido. Más tarde, esa mirada prolongada lo llevó al adulterio, e incluso al asesinato. Es total presunción continuar contemplando el pecado. La exposición al pecado aumenta nuestra tolerancia al mismo, a tal punto que no podemos discernir la verdadera naturaleza de la transgresión. El desenfreno sexual ya no es considerado malo, para quienes lo han practicado durante tanto tiempo. Muchas parejas que viven en fornicación se ofenden cuando las acusan de inmoralidad.
El factor que más promueve la exposición visual al mal, es la televisión. Cuando se toma en consideración las incontables horas que millones de personan desperdician viendo y escuchando el infinito torrente de obscenidades que manan de este aparato, empezamos a comprender porqué los Estados Unidos es el líder a nivel mundial en adulterios y agresión sexual. Encuesta tras encuesta hacen responsable a la televisión del incremento de casos de violencia, la ruptura de los valores familiares y la destrucción de la moral, en términos generales. Profesos cristianos están de acuerdo con los informes estadísticos, pero ¿cuántos de ellos han sacado el mal de la sala de su hogar? Una pregunta más acertada sería, ¿cuántos son culpables de alimentarse con la misma dieta viscosa de pecado programado con la que se alimentan los incrédulos más empedernidos?
Hablamos antes sobre la presencia dominante de nuestra naturaleza carnal. Hay batallas intensas por librar, para resistir las tendencias heredadas del hombre natural. Los inconversos no tienen incentivo para luchar con denuedo contra el orgullo y el egoísmo. De hecho, en la mayoría de los casos no son conscientes de que esas actitudes son pecaminosas, e incluso censurables. A menudo, las iglesias son responsables de agravar el problema, al no pronunciarse en contra de las manifestaciones de la naturaleza carnal. Las congregaciones fulguran con suficiente ornamentación para erigir otro becerro de oro, pero pocos pastores tienen el valor de hablar la verdad sobre la vanidad. Las películas, el baile, la música rock y la televisión con frecuencia se contextualizan en los sermones como formas aceptables de entretenimiento. A los miembros no se les provee ni siquiera de un clavo en el cual puedan colgar sus convicciones.
Esta es otra de las razones por las que muchos feligreses no reaccionan en contra de las prácticas del mundo. En la actualidad, la percepción y definición del pecado han sido modificadas por los líderes religiosos. No es de extrañarse que no se reconozcan los frutos del pecado, cuando ni siquiera se admite la raíz del pecado. Para consternación de los fieles miembros de la iglesia, una nueva teología ha ido permeando poco a poco las denominaciones, tanto grandes como pequeñas. Su principal enfoque parece estar en contra de las “obras de la ley”. Aparentemente, pretende corregir el problema del legalismo en la iglesia; de ahí su obsesiva lucha hacia todo lo que tenga que ver con guardar la ley.
Como reacción extrema en contra de una teología que se percibe como de “obras” o “conductismo”, casi todos los sermones exudan un exceso de sentimentalismo empalagoso; un supuesto “amor” que no produce obediencia. El pecado ya no se define como quebrantar la gran ley moral de Dios, sino como el no mantener una “relación” correcta con Jesús. Aunque la experiencia de amor es absolutamente esencial, nunca debemos, en el más mínimo grado, despreciar el papel que juega la ley como instructora y guía moral. La Palabra de Dios todavía declara que “el pecado es infracción de la ley” (1 Juan 3:4).
Las librerías están abarrotadas de publicaciones que minimizan la gravedad del pecado. Afirman que el pecado no trae condenación y que no nos separa de Cristo. Un reciente y popular libro aclamado por miles de cristianos conservadores declara que “hay una diferencia abismal entre pecar bajo la ley y pecar bajo la gracia”. En caso de que se pregunte, qué distingue el pecado cometido por los convertidos, del cometido por los inconversos, el autor da esta breve aclaración: “Tropezar bajo la gracia, caer en el pecado, no nos priva de la justificación. Tampoco trae condenación”.
Lo ilógico de esta declaración aflora cuando recordamos que, en la Biblia, la justificación y la condenación son conceptos diametralmente opuestos. Es imposible tener ambos al mismo tiempo. El pecador está bajo la condenación y el cristiano está bajo la justificación. Cuando el autor dice que un cristiano que peca no está condenado por el pecado, pero que un mundano pecador sí lo está, nos produce un asombro confuso. Este tipo de razonamiento hace que la desobediencia del cristiano sea mucho menos grave y reprensible que la del inconverso.
Subraye esta declaración como verdad fundamental: El pecado es mortal y trae resultados fatales sobre todos los que eligen practicarlo. El único objetivo del evangelio es salvarnos del poder y penalidad del pecado. En ninguna parte de la Biblia encontramos la más mínima tolerancia hacia la transgresión de la ley de Dios. Por supuesto que existe misericordia y gracia en el evangelio para perdonar y limpiar de todo pecado, pero no hay disposición que justifique continuar pecando. La fe verdadera requerida para la salvación viene siempre acompañada de la poderosa presencia del Espíritu Santo para evitar que caigamos (Judas 24). La experiencia de la justificación por la fe no solo imputa los méritos de la perfecta obediencia de Cristo para cubrir nuestros pecados pasados, sino que, al mismo tiempo, imparte un poder santificador, en todo momento, para alejarnos del pecado aquí y ahora.
La Palabra de Dios dice mucho sobre la horrible palabra pecado, pero hay una cosa que jamás se menciona. Nunca encontrará en la Biblia algo que diga que debe reducir la cantidad de pecado que comete. ¿No le parece extraño? En ninguna parte dice que debamos disminuir nuestras prácticas pecaminosas. Todos los autores inspirados parecen estar en total acuerdo con Jesús, cuando le dijo a la mujer que había cometido adulterio: “Ni yo te condeno; vete, y no peques más” (Juan 8:11).
El mundo entero estará dividido y sellado con una marca, que denota obediencia a la ley o rebelión contra esta. Desde el Jardín del Edén hasta nuestros días, Dios ha requerido una prueba especial de amor y lealtad de parte del hombre. Jesús confirmó este requisito en su tiempo cuando dijo: “Si me amáis, guardad mis mandamientos” (Juan 14:15). Juan escribió que solo aquellos que guarden los mandamientos entrarán por las puertas de la ciudad de Dios (Apocalipsis 22:14).
¿No creen que sería un plan maestro de Satanás infiltrarse en las iglesias justo antes del fin, con el propósito de restarle importancia a la ley y al sábado? No existe un mejor plan para predisponer al mundo a rechazar el sello de Dios en favor de la marca de la bestia. Muy pocos arriesgarían sus vidas para defender una ley cuya autoridad está en duda. Además, una actitud tolerante hacia el pecado podría ser un factor suavizante para tomar la decisión final de abandonar el sábado.
Vislumbro una operación clandestina y sistemática, maquinada por un enemigo muy inteligente, en la controversia teológica actual —aparentemente entre los liberales y los conservadores—. Es mucho más que los problemas aislados que con frecuencia se plantean, lo que está involucrado. Es un ataque organizado con vínculos muy cercanos a la estructura de la iglesia, las traducciones de la Biblia, los separatistas y el evangelicalismo. Pero, sobre todo, el esfuerzo de Satanás se ha concentrado en diluir el mensaje, hacer concesiones con el mundo y destruir las doctrinas y normas distintivas que siempre han identificado a la verdadera iglesia remanente de Dios.
Nuestro enemigo es un maestro del engaño y el subterfugio. Los ataques a la ley de Dios serán refinados y diabólicamente sutiles. Solo una relación viva y constante con Cristo y con su Palabra, puede prepararnos para la fiera prueba de engaño que se avecina. Debemos saturar nuestras mentes con la verdad, tal como es en Jesús. Debemos estar seguros de nuestra postura con respecto al pecado y a la ley de Dios.
Pero, ser capaz de reconocer las tácticas de distracción del enemigo, es solo una parte del problema. El mantenerse firme y abiertamente opuesto a ellas, con frecuencia implica el riesgo de distanciarnos de muchas buenas personas, que simplemente no comprenden la gravedad de sus errores. Debido a que la estrategia de Satanás siempre ha sido mezclar el error con la verdad, los que son más prontos en detectar dichos engaños y oponerse a ellos, tienden a ser etiquetados como atacantes de la verdad. Los verdaderos reformadores siempre han tenido que elegir entre acallar la conciencia para mantener el statu quo, o aceptar el desafío de afrontar el ridículo y la recriminación como resultado de resistir el mal que otros no ven.
Con toda probabilidad, los verdaderos héroes, desde la perspectiva del cielo, son las personas insignificantes, difamadas y olvidadas, quienes obstinadamente dicen no a las concesiones personales o institucionales, dondequiera se den. Como José y Moisés, también se negaron a tomar el camino fácil y popular, que el conformismo de la multitud les imponía. Con autonomía moral, ejercieron el poder de un “No Positivo.” Gracias a Dios, esos héroes permanecen con nosotros todavía.